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EL JUAN Y LA MARÍA (2). Reconstrucción a partir de dos versiones


Era un matrimonio muy pobre, que vivía en casa del zapatero. Se llama- ban Juan y María. Y Juan era muy, muy tonto. Un día, le dijo a María: –María, son las ferias de Santa Cruz y voy a ir a comprar un cocho. –¿Un cocho? ¿Para qué? –se quejó María. –Que sí. Voy a ir. Fue, por tanto, a las ferias de Santa Cruz y compró un cerdo. Pero como era tan tonto, lo llevó a las afueras de Santa Cruz y le mandó: –Cocho, vete a casa. Y él se fue a beber y a merendar a Santa Cruz. Volvió a casa por la tarde y dijo: –María, ¿qué cocho más majo he comprado, verdad? –¿A ver? –le preguntó con curiosidad María. –¿Cómo? ¿No ha venido a casa? Si le he dicho que venga... –se sorpren- dió Juan. –¡Pero qué tonto eres! ¿Cómo va a venir solo, si es un animal y no en- tiende? –le recriminó. A los días, pregonaron en el pueblo que se vendía vasija en la plaza. Y Juan dijo a María: –María, voy a comprar vasija a la plaza. –¿Cómo vas a comprar, si no tenemos dinero? –le advirtió su mujer. Llegó a la plaza y se vendían barriles, pucheros y tinajas. Compró unas cuantas piezas y, cuando se iba a marchar, le preguntó el vasijero: –¿Pero dónde las va a llevar usted? Sacó una cuerda de esparto, se la enseñó y le respondió: –Mire, he traído esta cuerda y, metiéndola por las asas, puedo llevar los cacharros. Pero iba arrastrando toda la vasija por la calle y, cuando subía las escale- ras que hay aquí al lado, se le rompió todo contra los escalones. Siguió ti- rando de la cuerda hasta que llegó a casa. –María, mira qué vasija he traído –dijo entusiasmado. Bajó su mujer a verla y se encontró con todo roto: sólo estaban las asas enhebradas por la cuerda. Así que le riñó mucho. Días más tarde, en un día de mucha calor, vinieron a la plaza a vender pez. Compró y le preguntó el vendedor: –¿Dónde la va a llevar usted? –Ah, aquí, en la cabeza –respondió Juan. –Pero, ¿cómo la va a llevar en la cabeza con el calor que hace? –dijo sor- prendido el vendedor. –No importa; déjelo. Yo la llevo en la cabeza –insistió Juan. Se la puso en la cabeza y emprendió el regreso a su casa. Pero, como ha- cía tanta calor, se derretía y le bajaba por el pelo y los ojos. Y ya ni veía cuan- do llegó a casa. –María, baja el cuchillo, rápido –gritaba Juan. Bajó alarmada con un cuchillo y estuvo raspándole por todo. Después de esto, se quedaron sin dinero. Eran muy pobres y dijo María: –No tenemos dinero ni nada. Tendremos que ir a vivir al monte. Cogió Juan la puerta al hombro y se fueron al monte. Y allá llegaron al pie de un árbol y se subieron a él. Cuando estaban allá arriba, con la puerta al hombro, llegaron unos ladrones que habían robado en una casa dinero y un cordero. Mientras, Juan y María estaban muy callados. Los ladrones en- cendieron una hoguera y comenzaron a preparar la cena. –Ay, María, que me meo –dijo Juan apurado. –Ay, no, por Dios, que están debajo –susurró asustada María. –Pues no aguanto más: me meo –decidió Juan. Por lo que orinó y todo cayó dentro de la sartén de los bandidos. –¡Qué bueno es Dios, que nos echa aceite! –se alegraron los ladrones. Al poco tiempo, Juan empezó a quejarse: –Ay, María, que me cago. –No, Juan, que van a mirar hacia arriba y nos van a ver –se asustó María. –Pues yo no aguanto más. Así que defecó encima de la sartén de los ladrones. –¡Qué bueno es Dios, que nos echa manteca! –gritaron emocionados los bandidos. Estuvieron un rato más en el árbol, pero a Juan le pesaba mucho la puer- ta en el hombro y no podía aguantar más. –Ay, María, que me pesa mucho la puerta. –Ay, no la tires; que ahora sí que nos van a coger. No la tires –le suplica- ba María. –No aguanto más: voy a tirarla –dijo, por fin, Juan. Tiró la puerta y mató a algunos, a otros los dejó cojos y los demás huye- ron corriendo despavoridos. Cuando ya estuvieron solos, bajaron del árbol y allá estaba el dinero y el guisado de la cena. Cogieron el dinero y regresaron al pueblo. Y fueron felices y comieron perdices.