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EL TONTO DE MUNETA (4)

  • Audio mota:
  •       - Testimonio
  • Sailkapena:
  •       - Herri ipuinak
  • Ikertzailea / laguntzailea:
  •       - Ekiñe Delgado Zugarrondo
  • Audioaren kokapen:
    Ganuza
  • Informatzaile mota:
    Individual
  • Audioaren informatzaileak:
    Vidán, Gloria y Socorro
  • Audioko agenteak:
    Alfredo Asiáin Ansorena

Vivían en Muneta Juan Tonto y su madre. Habían matado ya el cerdo y le recomendó su madre: –Mira, Juan; estos huesecitos son muy buenos con berza. Pero era tan tonto, tan tonto el hijo, que fue, cogió todos los huesos del cerdo, los llevó a la huerta y puso uno en cada hueco de las berzas. –Pero, hijo, por Dios, que eso no te decía yo; que son muy buenos para comer con berza –le recriminó decepcionada su madre. Posteriormente le mandó que comprara un cochinillo en el mercado y lo trajera a casa. Y, como era tan tonto, lo trajo al hombro. Cuando lo vio su madre, se lo recriminó: –Por Dios, hijo, no; se trae con un palico mientras se le dice: “cochinico para casa”. Fue jueves, día del mercado, otra vez, y le ordenó su madre: –Hijo mío, mira; tienes que ir a Estella y traerme un cántaro. Llegó al mercado y compró un cántaro de barro a un alfarero. Lo cogió y le pegaba con un palo mientras le ordenaba: –Cochinico, para casa. Cochinico, para casa. Cuando volvió a casa, no quedaba del cántaro ni el asa. Entonces su ma- dre le gritó enfadada: –Pero no; por Dios, hijo mío. ¡Pero qué tonto eres! ¡El cochinillo, sí; pe- ro el cántaro, no! Otro día, se marchó su madre de casa a hacer algún recado y, como esta- ba la gallina fuera con los pollicos, antes de irse, le advirtió: –Me parece que va a llover; si ves que empieza, los metes dentro de la co- cina para que no se enfríen. Al poco rato, rompió a llover y, para cuando se dio cuenta, ya se habían mojado los pollos. Los cogió y, para secarlos, los metió dentro del horno en- cendido. Y le preguntó su madre, al regresar: –Y los pollicos, ¿qué tal están? –Están muy bien, madre; no te preocupes. He encendido el horno y los he metido dentro –la tranquilizó ingenuamente. –Pero, por Dios, hijo mío. ¡Pero qué tonto eres! ¡Si los pollicos ya están todos muertos! –dijo disgustada su madre. Tras esto, su madre, al ver que su hijo era tan tonto y que, en Muneta, no podían salir adelante, decidió marcharse por el mundo adelante a buscar for- tuna. Y le ordenó a su hijo: –Oye, Juan, cierra la puerta y vámonos por el mundo adelante. Pero era tan tonto que arrancó la puerta, la cogió al hombro y se marchó con ella, mientras su madre recogía otras cosas. Cuando ya estaban de cami- no, se dio cuenta su madre y le dijo enfadada: –Pero hombre, hijo, ¿dónde vas con la puerta al hombro? –Es que me has dicho que cogiera la puerta... –se excusó ingenuamente Juan Tonto. –Bueno, es igual; vámonos –aceptó resignada su madre. No les daba tiempo de volver a la casa de Muneta, porque se encontra- ban en un monte y se acercaban unos ladrones. Entonces, para que no los descubrieran, se subieron a un árbol con la puerta y todo lo demás. Llegaron los ladrones y se pusieron, muy contentos, a hacer la cena debajo del árbol. Enseguida, comenzó a susurrar Juan Tonto: –¡Ay, madre, que me meo! ¡Ay, madre, que me meo! –¡Ay, detente, hijo! –le ordenó asustada su madre. –¡Ay! Sí, sí; que no aguanto más –decía Juan Tonto. –¡Que están los ladrones abajo y nos van a matar! –intentaba disuadirle su madre. Por fin, como ya no podía aguantar más, orinó. Y todo cayó dentro de la cazuela de los ladrones, que gritaron alborozados: –¡Cuánto nos quiere Dios que nos echa aceite! Después le vinieron ganas de defecar y se quejó en voz baja: –¡Ay, madre, que me cago! –¡Ay, hijo, detente! ¡Que están los ladrones abajo y nos van a matar! –le suplicó su madre. Pero, como no podía más, hizo de cuerpo y las heces fueron cayendo de nuevo dentro de la cazuela. Al percatarse, los ladrones gritaron entusiasma- dos: –¡Cuánto nos quiere Dios que nos echa aceite y manteca! Más tarde, a Juan empezó a pesarle la puerta y se quejó a su madre: –¡Ay, Dios mío! ¿Y qué hago con la puerta, que me pesa tanto? Entonces, dejó caer la puerta y la mayoría de los ladrones pudo escapar, sin que les pasara nada. Pero a uno le cayó encima, le rompió la lengua y co- rría mientras gritaba: –Eh, eh, eh, que, que, que, que nos ha caído el cielo encima. Pensaban que les había castigado Dios por ser ladrones.