EL CHICO DE LAS MANZANAS
Había un crío muy travieso, muy travieso. Y, de vez en cuando, faltaba de casa, sobre todo a las noches, porque le gustaba ir a robar por ahí. Bueno, más que a robar, a comer cerezas y otras cosas de las huertas. Entonces algu-
no de los amos lo fue fichando, porque se dio cuenta de que faltaban cosas. Y había unos hombres ya mayores, muy graciosos, y pensaron:
–A este crío le tenemos que quitar esa costumbre tan fea de robar. Y entonces ingeniaron:
–Le vamos a espiar un poco y nos vamos a vestir de Virgen de Ánimas. En aquellos años, les llamaban ánimas e iban de blanco con unos aguje-
ros en la caperuza como penitentes en Semana Santa. Se hicieron pasar, por tanto, por almas del purgatorio.
–Vamos a hacerle pasar miedo, a ver si no vuelve más –maquinaron.
Y lo persiguieron y espiaron hasta que lo encontraron subido en lo alto de una higuera. Se acercaron sigilosamente por detrás de unas murallas, aga- chados para que no los viera. Se le aparecieron al lado unos tres o cuatro ves- tidos de ánimas y entonaron una canción de ultratumba, con una voz grave que atemorizaba:
–Antes que estábamos vivos, comíamos de estos higos.
Y el chico se acurrucaba en la higuera, para que no lo vieran. Creía él que eran ánimas del purgatorio y se escondía entre las hojas de la higuera. Pero repetían:
–Antes que estábamos vivos comíamos de estos higos; ahora que somos difuntos vamos todos juntos.
–Y tú, ¿qué dices, alma tercera? –preguntó uno al otro.
–Que cojas a ese que está en la higuera –le respondió con esa voz grave de ultratumba.
Al oírlo el muchacho, pegó un brinco desde la higuera al suelo y echó a correr sin parar. Después lo contó en casa y, poco a poco, también le hicie- ron comprender que eso no era correcto. Y ya, por fin, vio que se lo habían hecho para quitarle esa costumbre de apoderarse de lo de los demás.