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LOS HOMBRES EN EL MONTE

  • Audio mota:
  •       - Testimonio
  • Sailkapena:
  •       - Herri ipuinak
  • Ikertzailea / laguntzailea:
  •       - Ekiñe Delgado Zugarrondo
  • Audioaren kokapen:
    Aramendía
  • Informatzaile mota:
    Individual
  • Audioaren informatzaileak:
    Segura Munárriz, Pedro
  • Audioko agenteak:
    Alfredo Asiáin Ansorena

Hacían suertes en el monte para la leña que tocaba al pueblo. Avisaron, pues, para hacer suertes y solían subir un poco vino. Subieron, por tanto, el vino, pero de repente se acordaron: –¡Ahí va! Si no hemos subido hachas. Y uno de los hombres ya ingenió una solución: –Ya voy a arreglar yo esto: que se suba uno arriba a una rama y todos los demás colgados de ése. Tiraremos de él hasta que la rompamos. –Bien, bien –les pareció a los restantes. De esa manera podían hacer suertes. Subió, por tanto, uno arriba, a lo más alto, y todos los demás estiraron los brazos hacia arriba, agarrando al anterior por los tobillos, hasta que todos estuvieron agarrados de las piernas. Entonces gritó el hombre que estaba más abajo: –¿Estáis todos agarrados? –Sí –respondieron los demás. –Esperad, que me eche saliva a las manos –dijo el hombre de abajo mientras se frotaba las manos tras haberlas humedecido con saliva. En el mismo momento en que lo hizo, claro, resultó que todos se cayeron, se dieron un batacazo y quedaron patas arriba. Y en ese instante salió rápidamente una liebre al lado de ellos. Al verla, dijeron: –Jo, ha salido una liebre: seguro que es el alma de alguno, que se ha escapado. –Bueno, pues a ver cuántos estamos –dijo el alcalde mirando a su alrededor. Contó y estaban todos menos uno: de los veinte que habían ido, faltaba uno; pero no sabían quién era. Y seguían exclamando: –Pues es el alma de alguno; es el alma de alguno. –¿Y qué habrá que hacer? –dudaban sin saber qué hacer. –Pues vamos a bajar al pueblo; llamamos a las mujeres a ver si es el alma de alguno la que se ha marchado de aquí, y nos dicen de quién es –decidió el alcalde. Además, él seguía contando a todos pero se olvidaba de contarse a sí mismo: así, de los veinte que habían ido, contaba sólo diecinueve y el veinte no salía. Claro, para él, la veinte era el alma de aquél. Por lo que seguían dudando: –¿Sabe qué vamos a hacer? –¿Y cuál será? Llegaron, por fin, las mujeres, a las que habían avisado para que subieran todas. Se acercaron y el alcalde les ordenó a los demás hombres que se situaran para que pudiera contarlos: –A contar. Empezó a contar en presencia de todas las mujeres a las que advirtió con miedo: –Hemos venido veinte. Y volvió a contar a todos menos a sí mismo: diecinueve, nuevamente. Pero, una de las mujeres le advirtió: –¡Pero si usted no se ha contado, señor alcalde! Entonces ya vieron que estaban todas las almas, aunque no supieran de quién era la que se había escapado como una liebre.